Antes Rómulo había vivido el exilio del perejimenizmo en la isla de Puerto Rico,
así que lo primero que hizo al llegar a la Gran Manzana fue llamar a su amigo
el exgobernador Luis Muñoz Marín para que le recomendara un chofer que supiera
desplazarse por los interminables laberintos de la ciudad de Nueva York, un
chofer que hablara inglés y español y que fuera afable en el trato, capaz de
asumir riesgos y de guardar secretos. Muñoz Marín llamó a un amigo y ese amigo
recomendó a Rolando Arroyo, un joven puertorriqueño de treinta y pico de años,
moreno, de baja estatura, amable, discreto, buen conversador y sobre todo un verdadero
baquiano en la mole de concreto. Inmediatamente surgió una empatía entre el caudillo
y Arroyo, una vez le pregunté ¿Cuál fue tu primera tarea? Rolando respondió
sonriendo con una cerveza Miller en las manos, recuerdo ese día hacíamos una
parrilla en Manhattan Beach “Rómulo me pidió que lo llevara a comprar un
revolver” ¿dónde lo llevaste? “Al sur del Bronx, donde hay más revólveres que
gente.”
Así comenzó una amistad mítica entre
Rómulo y Rolando, el expresidente concebía la política como una guerra donde
hay que vivir enfrentando al adversario, el joven le despertaba confianza,
todos sabemos de la relación del caudillo con las armas, siempre cargaba un
revolver en la cintura. Por su parte Arroyo había participado y padecido la
cruenta guerra de Corea, era un veterano, aunque no lo aparentaba, nunca habló
de ello, su aspecto era protocolar, siempre bien vestido, estudioso a muerte
del bolero y un anfitrión a toda prueba, las fiestas en su casa y los picnic a cielo
abierto fueron memorables y forman parte de las páginas felices de mi vida en
el Norteamérica. El sabía que yo era de izquierda, me la pasaba cantando
canciones de Alí Primera, pero eso nunca le molestó, siempre me trató como a un
hijo, muchos de los lugares que conocí en Nueva York los visité junto a él y su
bella familia, Marucha Villavicencio y su hija Nelsy.
Pero me estoy adelantando en mi
crónica, debo ir por partes como decía Faneite, entonces sucede que Rómulo
regresaba de vez en cuando a Venezuela con la esperanza de rescatar el mando
del partido y para asegurar los servicios de Arroyo a su regreso a Manhattan, le consiguió un trabajo en el
consulado de Venezuela en la calle 51, un viejo edificio que había comprado en
1972 la administración del presidente Caldera, allí estuvo cuarenta años como
empleado local prestando servicio a la nación. Entró a trabajar como chofer
pero luego lo ascendieron al departamento de mantenimiento. Además de saber arreglar
el ascensor conocía todos los intríngulis del edificio, la calefacción, el
agua, la electricidad y el control de todos los insumos necesarios para que el
servicio consular funcionara. A los pocos años de estar trabajando ya era un
hombre indispensable y muy querido por
sus colegas que no paraban de reclamar sus servicios.
Yo lo conocí en el 1990, la primera
vez que fui a Nueva York a exponer, me lo presentó Alejandro Rojas y a los días
nos fuimos de paseo a la casa de la escritora Lidda Zacklin en Connecticut,
allí pasamos un fin de semana memorable, finalizaba el verano, se asomaba el
frío del otoño y nos congregamos a orillas de un lago a tocar la guitarra
mientras cantábamos las canciones que nos llegan al alma, a partir de allí
hicimos una pandilla buenísima, Marina Barbosa y su hija Laura, Alicia Bosso
quién fue secretaria privada de Rómulo, Yolanda Renwick, Belkis Gotopo y su
hija Brindicy. Unos gigantes árboles de castaños rojos batidos por la brisa del
mar viven en mi memoria.
Regresamos a Nueva York y Arroyo y su
familia me llevaron a conocer los lugares más alucinantes de esa ciudad: el
World Trade Center y sus majestuosas Torres Gemelas, cuando el ascensor ya había
rebasado el piso 100 me susurro en el oído “…ESTO VA COMO BOTELLASO DE PUTA…”. Luego me
llevo al Greenwich Village, es decir, el
barrio bohemio, uno de los lugares más fabulosos que he visitado, el Sea Port
viejo puerto lleno de historia y belleza y el majestuoso Puente Brooklyn como un vigía de piedra.
Días después regresé a Venezuela a terminar mi carrera universitaria,
pero en 1992 volví a Nueva York, esta vez a inaugurar mi exposición de pintura
abstracta “Birds and Flowers”, Arroyo me acompañó a las ferreterías a comprar
los implementos para el montaje y luego me ayudó a montar las obras demostrando
una veteranía en este oficio, dijo que le había tocado montar decenas de
exposiciones en el consulado, de allí su destreza. Al ver montada la muestra, Marina
Barbosa de Sequera oriunda de Adícora se me acercó y me dijo “Gotopo,
acompáñame a hacer una diligencia”. Tomamos un taxi amarillo en la quinta
avenida que nos llevó a una prestigiosa floristería, allí Marina compró ocho arreglos bellísimos de
Bromelias hawaianas y con su voz tan tierna me dijo: “…Gotopo hijo, estas
flores son para que adornes tu exposición…”, a mi casi se me salen las
lágrimas, luego la escritora Lidda Zacklin me obsequió varias cajas de vino
para el brindis inaugural, la exposición se dio y ese fue mi primer punto de
encuentro con la ciudad, cuanto le agradezco a Alejandro Rojas y a mi hermana
Belkis, porque sin su ayuda esta muestra no hubiese sucedido. Al otro día,
Arroyo nos invitó a City Island en Manhattan, una pequeña isla de una sola
calle donde sólo había restaurantes especializados en pescado y mariscos, todos
los restaurantes tenían formas de barcos y en el interior grandes peceras con
peces exóticos, incluyendo pulpos y pequeños tiburones.
Así que fascinado por la metrópoli
comencé a viajar todos los años a Nueva York y siempre nos reuníamos con Arroyo
bien fuera en su casa, en Central Park o en Nueva Jersey, era un aficionado a
la parrilla, mientras cocinaba hablábamos de los más diversos temas, entre las
cosas que recuerdo me habló de su amistad con el expresidente Carlos Andrés
Pérez, cuestión que hubiese podido aprovechar para conseguir un mejor cargo
diplomático, pero no lo hizo, estuvo hasta el final de su vida con su cargo de empleado
local, tenia que cargar con toda la familia de Carlos Andrés cada vez que estos
iban a Nueva York para hacer compras. También acompañó a Betancourt a todos los
actos oficiales a los que era invitado por el gobierno norteamericano, me contó
que sus preferidos eran las finales de las grandes ligas del béisbol
norteamericano - sobre todo si jugaba su equipo favorito LOS METS – Juegos que
el veía como un rey desde el palco presidencial gracias a las circunstancias.
También presenció las carreras que ganó el caballo CAÑONERO máxima hazaña del hipismo nacional, conducido por el
jinete Gustavo Ávila en el hipódromo Belmont Park de Long Island. Pero su mayor
responsabilidad fue trasladar desde Manhattan hasta Maiquetía el cadáver de
Rómulo Betancourt, para aquel entonces el gobierno venezolano lo recibió como a
un jefe de estado, a partir de allí los políticos lo fueron olvidando, no
obstante el siguió cumpliendo con sus deberes en el consulado, la gente se
extrañaba de sus proezas, relacionista público como ninguno conocía a medio
mundo tanto en Nueva York como en Venezuela, la gente distinguida que llegaba
al consulado lo conocía: Boby Capó, Celia Cruz, Vicente Gerbasi, Rufino Tamayo,
Alfredo Sadel, Freddy Reina, José Ramón Medina y tantos otros. Al mismo tiempo
tenía la habilidad de reparar cualquier electrodoméstico, era electricista,
plomero, albañil, oficinista, jefe de protocolo, melómano como ninguno, recitaba
de memoria la vida de los artífices del
bolero, hablaba de músicos y cantantes mientras
conducía un auto por los laberintos de la Gran Manzana , pero sobre todo fue un gran amigo que se ganó una página de
nuestra memoria.
En 1995 Alejandro y Belkis
decidieron regresar a Venezuela, Arroyo nos organizó una fiesta de despedida en
su casa, cuya sala estaba adornada con las obras que gentilmente me había
comprado, allí nos reunimos todos los amigos a despedirnos con el abrazo de la
tristeza. Pero nos volvimos a ver en 1999, cuando regrese a estudiar en “The
Arts Students League of New York”, allí lo volví a encontrar en su oficina del
consulado, ahora el gobierno era de izquierda pero el cónsul era adeco. Lo
saludé con mucho cariño pero le noté una extraña tristeza en la mirada, estaba
molesto porque le habían desmejorado el sueldo, decía que él le había entregado
su vida a Venezuela y ahora recibía tremenda recompensa, pensaba que yo había
regresado a Nueva York como funcionario del gobierno, pero quedó sorprendido
cuando le dije que venía como alumno de arte, le cambió el semblante y me pidió
que le mostrara mis nuevas obras, me dijo que ya no vivía en Nueva York que se
había mudado con su familia a la isla de Martha’s Vinyard y que estaba muy
feliz en su nueva casa.
A partir de allí nos veíamos
regularmente los sábados en el apartamento de Yolanda Renwick en Flushing, ella
se había fracturado el fémur en una estación del metro y los sábados Arroyo le
llevaba la comida y yo limpiaba el apartamento y le hacía las compras.
En el 2002 decidí regresar a mi país,
la última vez que vi a Rolando Arroyo fue en casa de Yolanda, allí almorzamos, tomamos
vino californiano, toqué la guitarra y el me pidió que le cantara la canción de
su amigo Homero Parra “Vida consentida”, la canté, le dí un abrazo, le dije
adiós y tomé el tren 7 hasta mi casa en Astoria, esa fue la despedida real.
Recuerdo que antes de subir al tren me dijo que me aprendiera la canción de
Rafael Hernández “Preciosa” que era el himno más bello que se le había escrito
a Puerto Rico.
En el año 2010 July Nitty llamó desde
Nueva York para comunicarnos que Rolando Arroyo había muerto después de luchar
contra un cancer de estómago que lo fue minando lentamente, la noticia fue
demoledora para nosotros, sobre todo para Alejandro Rojas quien lo consideraba
un padre, esa noche nos reunimos a tomar vino como un homenaje a su amistad, al
tiempo que recordábamos aquella tarde calurosa cuando un grupo de danzas folklóricas
venezolanas se presentaba por la noche en el consulado, pero había un problema,
al bailarín principal del grupo se le habían olvidado las alpargatas en
Venezuela, entonces Rolando Arroyo dijo que el sabía dónde vendían alpargatas
en Manhattan, a la gente le dio un ataque de risa y Yolanda lo llamó loco, pero
Arroyo arrancó en el carro del consulado y una hora después regresó con las
alpargatas en la mano, se las entregó al bailarín de joropo, lo miró a la cara
y le dijo “Ráspalo pa’ lante”.
Jose
Gotopo
Junio - 2014
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