sábado, 14 de junio de 2014

ROLANDO ARROYO O EL DIFÍCIL ARTE DE CONOCER NUEVA YORK.




           Cuando Carlos Andrés Pérez le arrebató la jefatura del partido Acción Democrática a su taita Rómulo Betancourt, el viejo caudillo se sintió tan ofendido que asumió un auto-exilio en la ciudad de Nueva York, se instalo a vivir en el edificio Galería de Park Avenue, en el mero centro de Manhattan repitiendo de esta manera la hazaña de José Antonio Páez.

          Antes Rómulo había vivido el exilio  del perejimenizmo en la isla de Puerto Rico, así que lo primero que hizo al llegar a la Gran Manzana fue llamar a su amigo el exgobernador Luis Muñoz Marín para que le recomendara un chofer que supiera desplazarse por los interminables laberintos de la ciudad de Nueva York, un chofer que hablara inglés y español y que fuera afable en el trato, capaz de asumir riesgos y de guardar secretos. Muñoz Marín llamó a un amigo y ese amigo recomendó a Rolando Arroyo, un joven puertorriqueño de treinta y pico de años, moreno, de baja estatura, amable, discreto, buen conversador y sobre todo un verdadero baquiano en la mole de concreto.  Inmediatamente surgió una empatía entre el caudillo y Arroyo, una vez le pregunté ¿Cuál fue tu primera tarea? Rolando respondió sonriendo con una cerveza Miller en las manos, recuerdo ese día hacíamos una parrilla en Manhattan Beach “Rómulo me pidió que lo llevara a comprar un revolver” ¿dónde lo llevaste? “Al sur del Bronx, donde hay más revólveres que gente.”

          Así comenzó una amistad mítica entre Rómulo y Rolando, el expresidente concebía la política como una guerra donde hay que vivir enfrentando al adversario, el joven le despertaba confianza, todos sabemos de la relación del caudillo con las armas, siempre cargaba un revolver en la cintura. Por su parte Arroyo había participado y padecido la cruenta guerra de Corea, era un veterano, aunque no lo aparentaba, nunca habló de ello, su aspecto era protocolar, siempre bien vestido, estudioso a muerte del bolero y un anfitrión a toda prueba, las fiestas en su casa y los picnic a cielo abierto fueron memorables y forman parte de las páginas felices de mi vida en el Norteamérica. El sabía que yo era de izquierda, me la pasaba cantando canciones de Alí Primera, pero eso nunca le molestó, siempre me trató como a un hijo, muchos de los lugares que conocí en Nueva York los visité junto a él y su bella familia, Marucha Villavicencio y su hija Nelsy.

           Pero me estoy adelantando en mi crónica, debo ir por partes como decía Faneite, entonces sucede que Rómulo regresaba de vez en cuando a Venezuela con la esperanza de rescatar el mando del partido y para asegurar los servicios de Arroyo a su regreso a  Manhattan, le consiguió un trabajo en el consulado de Venezuela en la calle 51, un viejo edificio que había comprado en 1972 la administración del presidente Caldera, allí estuvo cuarenta años como empleado local prestando servicio a la nación. Entró a trabajar como chofer pero luego lo ascendieron al departamento de mantenimiento. Además de saber arreglar el ascensor conocía todos los intríngulis del edificio, la calefacción, el agua, la electricidad y el control de todos los insumos necesarios para que el servicio consular funcionara. A los pocos años de estar trabajando ya era un hombre indispensable  y muy querido por sus colegas que no paraban de reclamar sus servicios.

           Yo lo conocí en el 1990, la primera vez que fui a Nueva York a exponer, me lo presentó Alejandro Rojas y a los días nos fuimos de paseo a la casa de la escritora Lidda Zacklin en Connecticut, allí pasamos un fin de semana memorable, finalizaba el verano, se asomaba el frío del otoño y nos congregamos a orillas de un lago a tocar la guitarra mientras cantábamos las canciones que nos llegan al alma, a partir de allí hicimos una pandilla buenísima, Marina Barbosa y su hija Laura, Alicia Bosso quién fue secretaria privada de Rómulo, Yolanda Renwick, Belkis Gotopo y su hija Brindicy. Unos gigantes árboles de castaños rojos batidos por la brisa del mar viven en mi memoria.

           Regresamos a Nueva York y Arroyo y su familia me llevaron a conocer los lugares más alucinantes de esa ciudad: el World Trade Center y sus majestuosas Torres Gemelas, cuando el ascensor ya había rebasado el piso 100 me susurro en el oído  “…ESTO VA COMO BOTELLASO DE PUTA…”. Luego me llevo al  Greenwich Village, es decir, el barrio bohemio, uno de los lugares más fabulosos que he visitado, el Sea Port viejo puerto lleno de historia y belleza y el majestuoso Puente  Brooklyn como un vigía de piedra.

          Días después regresé a Venezuela a terminar mi carrera universitaria, pero en 1992 volví a Nueva York, esta vez a inaugurar mi exposición de pintura abstracta “Birds and Flowers”, Arroyo me acompañó a las ferreterías a comprar los implementos para el montaje y luego me ayudó a montar las obras demostrando una veteranía en este oficio, dijo que le había tocado montar decenas de exposiciones en el consulado, de allí su destreza. Al ver montada la muestra, Marina Barbosa de Sequera oriunda de Adícora se me acercó y me dijo “Gotopo, acompáñame a hacer una diligencia”. Tomamos un taxi amarillo en la quinta avenida que nos llevó a una prestigiosa floristería,  allí Marina compró ocho arreglos bellísimos de Bromelias hawaianas y con su voz tan tierna me dijo: “…Gotopo hijo, estas flores son para que adornes tu exposición…”, a mi casi se me salen las lágrimas, luego la escritora Lidda Zacklin me obsequió varias cajas de vino para el brindis inaugural, la exposición se dio y ese fue mi primer punto de encuentro con la ciudad, cuanto le agradezco a Alejandro Rojas y a mi hermana Belkis, porque sin su ayuda esta muestra no hubiese sucedido. Al otro día, Arroyo nos invitó a City Island en Manhattan, una pequeña isla de una sola calle donde sólo había restaurantes especializados en pescado y mariscos, todos los restaurantes tenían formas de barcos y en el interior grandes peceras con peces exóticos, incluyendo pulpos y pequeños tiburones.

          Así que fascinado por la metrópoli comencé a viajar todos los años a Nueva York y siempre nos reuníamos con Arroyo bien fuera en su casa, en Central Park o en Nueva Jersey, era un aficionado a la parrilla, mientras cocinaba hablábamos de los más diversos temas, entre las cosas que recuerdo me habló de su amistad con el expresidente Carlos Andrés Pérez, cuestión que hubiese podido aprovechar para conseguir un mejor cargo diplomático, pero no lo hizo, estuvo hasta el final de su vida con su cargo de empleado local, tenia que cargar con toda la familia de Carlos Andrés cada vez que estos iban a Nueva York para hacer compras. También acompañó a Betancourt a todos los actos oficiales a los que era invitado por el gobierno norteamericano, me contó que sus preferidos eran las finales de las grandes ligas del béisbol norteamericano - sobre todo si jugaba su equipo favorito LOS METS – Juegos que el veía como un rey desde el palco presidencial gracias a las circunstancias. También presenció las carreras que ganó el caballo CAÑONERO máxima hazaña del hipismo nacional, conducido por el jinete Gustavo Ávila en el hipódromo Belmont Park de Long Island. Pero su mayor responsabilidad fue trasladar desde Manhattan hasta Maiquetía el cadáver de Rómulo Betancourt, para aquel entonces el gobierno venezolano lo recibió como a un jefe de estado, a partir de allí los políticos lo fueron olvidando, no obstante el siguió cumpliendo con sus deberes en el consulado, la gente se extrañaba de sus proezas, relacionista público como ninguno conocía a medio mundo tanto en Nueva York como en Venezuela, la gente distinguida que llegaba al consulado lo conocía: Boby Capó, Celia Cruz, Vicente Gerbasi, Rufino Tamayo, Alfredo Sadel, Freddy Reina, José Ramón Medina y tantos otros. Al mismo tiempo tenía la habilidad de reparar cualquier electrodoméstico, era electricista, plomero, albañil, oficinista, jefe de protocolo, melómano como ninguno, recitaba de memoria la vida de  los artífices del bolero, hablaba de músicos y cantantes mientras  conducía un auto por los laberintos de la Gran Manzana, pero  sobre todo  fue un gran amigo que se ganó una página de nuestra memoria.

           En 1995 Alejandro y Belkis decidieron regresar a Venezuela, Arroyo nos organizó una fiesta de despedida en su casa, cuya sala estaba adornada con las obras que gentilmente me había comprado, allí nos reunimos todos los amigos a despedirnos con el abrazo de la tristeza. Pero nos volvimos a ver en 1999, cuando regrese a estudiar en “The Arts Students League of New York”, allí lo volví a encontrar en su oficina del consulado, ahora el gobierno era de izquierda pero el cónsul era adeco. Lo saludé con mucho cariño pero le noté una extraña tristeza en la mirada, estaba molesto porque le habían desmejorado el sueldo, decía que él le había entregado su vida a Venezuela y ahora recibía tremenda recompensa, pensaba que yo había regresado a Nueva York como funcionario del gobierno, pero quedó sorprendido cuando le dije que venía como alumno de arte, le cambió el semblante y me pidió que le mostrara mis nuevas obras, me dijo que ya no vivía en Nueva York que se había mudado con su familia a la isla de Martha’s Vinyard y que estaba muy feliz en su nueva casa.

         A partir de allí nos veíamos regularmente los sábados en el apartamento de Yolanda Renwick en Flushing, ella se había fracturado el fémur en una estación del metro y los sábados Arroyo le llevaba la comida y yo limpiaba el apartamento y le hacía las compras.

         En el 2002 decidí regresar a mi país, la última vez que vi a Rolando Arroyo fue en casa de Yolanda, allí almorzamos, tomamos vino californiano, toqué la guitarra y el me pidió que le cantara la canción de su amigo Homero Parra “Vida consentida”, la canté, le dí un abrazo, le dije adiós y tomé el tren 7 hasta mi casa en Astoria, esa fue la despedida real. Recuerdo que antes de subir al tren me dijo que me aprendiera la canción de Rafael Hernández “Preciosa” que era el himno más bello que se le había escrito a Puerto Rico.

          En el año 2010 July Nitty llamó desde Nueva York para comunicarnos que Rolando Arroyo había muerto después de luchar contra un cancer de estómago que lo fue minando lentamente, la noticia fue demoledora para nosotros, sobre todo para Alejandro Rojas quien lo consideraba un padre, esa noche nos reunimos a tomar vino como un homenaje a su amistad, al tiempo que recordábamos aquella tarde calurosa cuando un grupo de danzas folklóricas venezolanas se presentaba por la noche en el consulado, pero había un problema, al bailarín principal del grupo se le habían olvidado las alpargatas en Venezuela, entonces Rolando Arroyo dijo que el sabía dónde vendían alpargatas en Manhattan, a la gente le dio un ataque de risa y Yolanda lo llamó loco, pero Arroyo arrancó en el carro del consulado y una hora después regresó con las alpargatas en la mano, se las entregó al bailarín de joropo, lo miró a la cara y le dijo “Ráspalo pa’ lante”.




Jose Gotopo

Junio - 2014

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