Conocí a Domingo Medina a finales del año 1979, cuando ingresé como alumno regular a los cursos de Dibujo y Pintura en la escuela de Artes Plásticas "Tito Salas" de la ciudad de Coro, cuando entre por primera vez a la oficina del director y quedé sorprendido con una obra constructivista que vi en una de las paredes, entonces le pregunté al profesor Chucho Ruiz, si conocía al autor, y este respondió, aquí está, conócelo es Medina el fundador de esta escuela”.
Siete años antes había visto sus obras coronadas; en el Salón Nacional de Arte del Ateneo de Coro, en la antigua casona de la calle Zamora, allí tuve la suerte de ver "El Circo", obra cuya temática figura¬tiva es un pretexto para Medina lucirse en el domi¬nio de la geometría y el color. Tal vez sea una de las pinturas mejor logradas en toda la historia de la plástica de éstos confines.
Debo confesar que a pesar de mi poca edad, la pintura de Medina, constituyó para mi, una revela¬ción, más tarde cuando la pintora uruguaya Dovat de Morquio le obsequió al dibujante José Laurencio Pérez los textos de Joaquín Torres García, comprendimos que existía una dimensión sagrada en la geometría, entonces la pintura de Medina pasó a ser de una revelación a un horizonte, tal vez el único para nosotros en aquel momento.
Es cierto que también nos impresionó la pintura figurativa de Emilio Peniche, donde aplicó de manera magistral el concepto "blanco sobre blanco", no menos cierto fue que nuestra orientación fue ha¬cia una pintura menos figurativa, donde la estructu¬ra fuera el eje fundamental y cuyas texturas evoca¬ran conexiones ancestrales.
Toda esta influencia que su pintura ejerció so¬bre nosotros se dio de manera tácita, primero echamos ma¬no a lo puramente visual, luego propiciamos encuentros personales con Medina cuyas lecciones no estábamos en capacidad de aprender, por aquel entonces el había vencido “el aldeanismo” y en nuestras estructuras mentales el mundo comenzaba y terminaba por estos predios.
“Váyase a vivir a Paris, usted es un buen pintor, además toca la guitarra, aproveche ahora que no tiene hijos ni esta casado”, siempre me decía, pero tengo la leve sospecha que abandonar la ciudad de Coro es un delito.
Más de una vez nos enrumbamos en largas pa¬rrandas por sórdidas tabernas con el único fin de compartir con Medina sus experiencias de México y Europa, queríamos escuchar de sus labios la Conceptualización de sus teorías sobre la pintura, pero al fin comprendimos que Medina es un pintor sen¬sorial, en él actúa la pura sensibilidad. La parque¬dad para expresarse en forma oral, se trueca en ge¬nialidad cuando se expresa con los colores y eso ya es suficiente.
Como país joven, aún arrastramos muchos pre¬juicios coloniales, no estamos preparados para aceptar valores que no vengan reconocidos del ex¬terior. La cultura de resistencia es un acto de heroísmo, Medina es un héroe de la resistencia, es el pionero de la geometría sensible en Venezuela, y como docente es un valuarte de la educación de las artes plásticas, gran parte de esta hazaña la realizó en el interior del país; un país que no abandona sus esquemas centralistas y que insiste en repetir la frase lapidaria “Caracas es Caracas, lo demás es monte y culebra”. Los que habitamos del otro lado de la Cota Mil, vivimos en el otro país, en el resto de un territorio escindido.
Los inocentes creímos que con el nuevo orden político los sacrosantos críticos de arte abandonarían sus oficinas en la capital y se trasladarían al interior del país para hacer justicia con los artistas que siempre trabajaron en la periferia, pero esa acción aún está por verse, por eso aplaudo la iniciativa de la Universidad Francisco de Miranda al otorgar este reconocimiento que también es una respuesta a las omisiones a las que nos tiene acostumbrado el centralismo.
Los pintores de mi generación admiramos en la personalidad de Domingo Medina la manera de enlazar aptitud y vocación, el haber aprendido el oficio de pintor en un medio adverso y al margen de la educación formal, que en la mayoría de los casos hace tabla rasa y ahoga la individualidad, esa disciplina de monje trapense para pintar todos los días, una paciencia de alquimista medieval a la hora de reinventar las técnicas, su militancia en un lenguaje plástico universal sin abandonar su humildad de hombre del campo y un poder de superación que lo catapultó desde la Sierra de Santa Cruz de Bucaral donde transcurrió su infancia, hasta la ciudad de Paris que lo vio convertirse en un pintor maduro y la actitud filantrópica de regresar a Coro para inventar una escuela de arte en un lugar donde no existían antecedentes. Ante la ausencia de profesores, con los cuatro primeros egresados Emilio Peniche, Chucho Ruiz, Roberto Chirinos y Julio Camacho, formo el cuerpo de docentes.
Contrariamente sus antiguos compañeros de aula, entre ellos Francisco Hung, Alirio Palacios, y Oswaldo Vigas, se dedicaron única y exclusivamente a sus propuestas individuales y fueron galardonados con el premio nacional de pintura y sus obras bien se cotizan en el mercado del arte. Medina sacrificó esta parte de su carrera, para formar a los más destacados pintores falconianos y esto hay que destacarlo, en medio de la resolana asumió la pedagogía como un apostolado, para bien de los estudiantes de arte que siempre tuvimos a mano una lección certera y las dos pinturas murales que el maestro elaboró en la Gobernación del Estado, las que siempre vimos como un docu¬mento legal de su maestría. Lenguaje a partir del cual traté de acercarme a esa obra mítica, pero sin llegar a conseguir los mismos resultados.
Debo confesar que aprendí mucho de él, y aún sigo admirando su habilidad de pintor abstracto, la sensualidad cromática de sus composiciones, su sentido monumental del espacio, sus estructuras sólidas y serenas, sus formas totémicas y sus texturas sombrías, cargadas de una íntima religiosidad. En medio de una soledad que sólo pertenece al creador, Domingo Medina, ya jubilado de sus labo¬res docentes, vuelve a tiempo completó con la pin¬tura. Hoy, gracias a la orientación del Crítico de Arte Oscar González Bogen, ha vuelto a retomar el lenguaje universal constructivista, esperando recobrar los pasos perdidos y el hilo de un discurso visual maravilloso.
LA PINTURA DE DOMINGO MEDINA
Lo primero que nos conmueve en la obra de Domingo Medina es el misterio del color, esa disposición sensorial, cargada de sensualismo y espiritualidad. En ella descubrimos referencias cromáticas animadas por un sentido religioso que devela el pensamiento mítico del pintor. Fenómeno que opera en la ordenación totémica de sus estructuras geométricas, donde se manifiesta la existencia de una actitud animista, doctrina según la cual, "todo objeto de la naturaleza oculta un espíritu invisible que lo gobierna", alimentada en la base de nuestras raíces prehispánícas y en las relaciones cosmogónicas de las antiguas culturas.
Basada en tos principios de la geometría sensible, la pintura de Medina está dominada por el sentido de la monumentalidad y un afán telúrico e iconográfico, cercano a la dimensión metafísica del hombre primitivo, como si en el subconsciente del artista la pintura fuese un pretexto para construir glandes altares, frisos y monumentos sagrados para un íntimo ritual.
Ciertas vibraciones del color generan sensaciones espaciales, acor¬des a la estructura constructiva y al principio de unidad, formas puras acentuadas por el encanto manual de la textura, donde la huella de la circunstancia libera la obra de la alienación tecnológica y de los pulimentados acabados industriales.
Movido por una intensa voluntad de construir, Medina fusiona a través del plano, la figura y el fondo, jerarquizando los valores plásticos, el plano actúa como enlace natural y vehículo de expresión que despoja a la obra de todo accesorio narrativo para quedarse con lo esencial.
Alejada del ordenamiento programado de la geometría esquemática, esta pintura sensorial, animista por naturaleza cuyas formas emergen como dioses oscuros, rescatados de la sombra por la modulación del color y la espacialidad intimista, rescata magistralmente la magia y el misterio de nuestros ancestros, sin caer en el abominable indigenismo cuyos defensores aprovechan irrespetuosamente los lenguajes aborígenes con ambiciones personalistas.
Para la creación de este "universo constructivo", Medina. Echa mano al carácter concreto de los muros y fortificaciones prehispánicas, al color saturado de nuestra artesanía popular, a la consciencia mítica que aún subsiste en nuestro mestizaje, a la religiosidad del inconsciente colectivo para establecer una relación entre el hombre, el cosmos y la naturaleza.
José Gotopo
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